¿Con cuál secretaria hablaste?» «Con la de lentes», contestó.
Escuché ese diálogo en la calle. Vivo en un país en el que usar los rasgos físicos para describir a las personas es muy común.
No es que haya algo malo en describir a las personas de esa forma. A veces es lo que más fácil nos resulta, lo más práctico y rápido.
Tampoco hay algo malo en cuidar nuestro aspecto. Es parte de lo que somos y es importante tenerlo en cuenta.
Pero ¿qué pasaría si viviéramos en un mundo sin fotos o en un mundo en que la tarea de describir a las personas la tuvieran los ciegos?
¿Qué sabrían de nosotros los demás? ¿Qué cosas nos esforzaríamos por resaltar?
¿Qué rasgos tienen las personas que te rodean? No me refiero a los rasgos genéticos, sino a los cultivados conscientemente.
Quizás algunas cosas cambiarían, en nosotros y en los demás, si la próxima vez alguien respondiera:
«La simpática», «la servicial», «la que da abrazos apretados».
A la hora de tocar vidas, poco importa si usamos lentes o ropa al último grito de la moda; si nuestros padres son bajitos o altísimos.
Poco importa el color de piel, de ojos o de pantalón.
La persona con el gusto más exigente, creativo, refinado y visionario del planeta, lo último que mira es tu exterior. Tampoco mira tu CV, tu billetera, o tu árbol genealógico. Mira tu corazón. Y no te dio un like. No hizo clic en un corazón virtual y siguió de largo a la siguiente imagen. Se detuvo, detuvo el universo y dio su vida por ti. Dijo: «¡Te amo! ¡Hasta la muerte y por toda la eternidad!». Y lo dijo de verdad.
Dejó una de esas huellas de amor también en nuestro corazón, para que la recibamos y sepamos darla hoy, para que aprendamos a ver con sus ojos y entendamos nuestro valor.
«La sabiduría y la excelencia reveladas en el carácter y la conducta expresan la verdadera belleza del hombre; la dignidad intrínseca, la excelencia del corazón, determina que seamos aceptados por el Señor de los ejércitos. ¡Cuán profundamente debiéramos sentir esta verdad al juzgarnos a nosotros mismos y a los demás!» (Patriarcas y profetas, p. 692).